martes, 2 de agosto de 2011

Libertad de Titanes

Libertad de Titanes
La arena se eleva ante mis ojos, bajo mis pies puedo sentirla, como la lava de un volcán a punto de escupir, el aire denso y pesado que flota a mi alrededor, donde cada segundo gobierna la muerte, lo que a ojos de los demás parece una danza macabra de negra gloria, para mí parece un lento fluir.
El filo de mi rival descendiendo al lado de mi rostro, casi rozando mi piel, muy lentamente, como la travesía de agua estancada, casi pareciendo eterno. Espero paciente mi momento y descargo mi espada con todas mis fuerzas, pero al igual que la de mi rival esta transcurre lentamente, y hasta el último instante, ese que en que se acaba la respiración de mi rival, no sé si el tiempo ha recuperado la normalidad, sólo puedo esperar que mi descarga impacte en mi rival, o la de mi rival impacte en mí.
Esta vez mi descarga fue rechazada, mi rival, un hombre teutón de fuerza extraordinaria, muy musculado y con la talla de un gigante, me arremetió fuertemente a mí, un hombre de oriente, pequeño y delgado, pero no obstante, rápido como una centella. Caí al suelo violentamente y al tiempo observé como su espada caí a mi lado, dispuesta a atravesarme nada más rozar el suelo.
Mi mente se enmarañó con recuerdos de mi vida pasada, a diferencia del tiempo, estos viajaban rápido y sin compasión, no tenían pausa. ¿Era eso la muerte? Aunque al final de mis recuerdos me vi a mí mismo peleando contra el teutón, cayendo al suelo y la espada que iba a atravesarme, y me aparté con tremenda agilidad, colándome tras sus piernas abiertas y clavando mi acero en su espalda.
Supe que no iba a ser el día de mi muerte, tal y como ocurrió en la visión, así lo hice, pasé entre sus piernas con la facilidad con la que repta una serpiente, me levanté con un ágil movimiento y justo cuando atravesé su espalda con mi acero, el tiempo regresó a la normalidad.
El rugido del público me hizo estremecer, por fin había vuelto a la normalidad, levanté la espada en señal de victoria, y regresé a la estancia de preparación con el resto de gladiadores.
Fui recibido a aullidos, de “Buen combate, hermano”, simplemente les agradecí sus palabras, abracé a Paolo y le invité a venir conmigo a mis aposentos, si es que podían llamarse así y yací con él. Así eran todos mis días de gloria en la arena, por las noches volvía, bebía alcohol con mis hermanos gladiadores y yacía con una hermosa esclava al final del día.
Decían que estaban a punto de devolverme la libertad, ¿Pero qué libertad le quedaba a un hombre que había sido desterrado de su país, al que habían aniquilado a su familia, su hogar y sus tierras, y todo cuanto él poseía?, ¿Qué iba a ser de mí?
Lo único que llenaba mi vida en este momento, eran las arenas de los estadios, el destello de los aceros chocando, el sudor de mi rival temiendo por su vida, la excitación del miedo, de saber que siempre puede ser tu última batalla, el clamor final de un público salvaje al hallarse eufórico por ver sangre derramada.
En oriente, donde los hombres cruzamos el desierto con camellos, consideramos estas cosas como una barbaridad, pero aquí en Roma, el fragor de la lucha trae placeres desconocidos en otras tierras, la arena de los coliseos trae la lujuria, el orgullo, la guerra, la gula y todo pecado que pueda ser imaginado por el hombre, en cierta manera, no me extraña que a la gente le guste, desde tiempos inmemorables, lo prohibido siempre ha atraído al hombre.
Ya fui soldado en oriente, ya sabía lo que era matar a otro hombre, pero nunca me habría imaginado la idea de que a la gente le diese morbo ver a dos hombres de armas mostrar sus habilidades.
Pero los hombres que allí luchaban, a pesar de ser generalmente más altos y fuertes carecían de experiencia, por eso llegué a ser campeón de la ciudad donde fui llevado como esclavo, por eso conseguí llegar a Roma y alcanzar la gloria, los hombres podrían ser todo lo altos y fuertes que quisieran, yo era más ágil y contaba con una experiencia de combate muy densa, sabía manejar mejor el terreno, conocía bien todas las armas que se manejaban allí. No suelen admitir a hombres como yo, pero yo le demostré al lanista de que madera estaba hecho, que no quería morir, tal vez, cuando salga de la arena, no tenga el mismo sentimiento. Una batalla más y sería libre, libre, cuando jamás en mi vida lo he sido, ¡Que deliciosa ironía!
Mi último combate no fue tan duro como el anterior contra el teutón, me enfrenté a un turco, era rápido y hábil, pero al igual que todos muy inexperto, fue fácil hacerle perder los nervios, aproveché un desequilibrio para asestar el golpe de gracia.
Después el mismo emperador bajó a la arena del coliseo de Roma.
-Hoy te has ganado la gloria, hijo mío. –Dijo.
-¿Qué libertad me espera ahora?, ¿Podré vivir en Roma, recuperar mi familia y mi hogar que me fueron arrebatados?
El emperador no se sobresaltó, el César, astuto contestó:
-Siempre y cuando tú estés dispuesto a cambiar tu hogar por uno nuevo, tener una nueva familia y encontrar un trabajo. –Tras una breve pausa añadió.-Me hacen falta soldados hábiles y con experiencia de combate en mi guardia personal, tu nuevo hogar será mi palacio y estarás cubierto de gloria y seguro que no te faltaran pretendientas para hacer una nueva familia.
-Aunque agradezco mucho su oferta, mi César, he de decir que prefiero volver a mi país de origen y disfrutar tranquilo del tiempo que me queda, espero que lo comprenda, echo de menos mi tierra, allí también puedo ser soldado, y hacer una nueva familia, no me interesa la gloria, sólo una vida tranquila y en la que pueda disfrutar del tiempo que me queda.
-Respeto tu decisión. –Dijo el César estrechando su mano contra la mía. –Si algún día cambias de opinión estaré complacido de recibirte, mi oferta seguirá en pie. Ahora, ya eres un hombre libre.
-Gracias, mi señor.
Así pues, el César puso a mi disposición un caballo y un saco con varias monedas de oro y plata que me dio por regalo a mi sinceridad y en agradecimiento al servicio que había dado a la ciudad de Roma, supongo que el divertir a la gente era un gran servicio.
Tal como le dije al César, a pesar de que tenía dudas, regresé a mi tierra, allí pude cumplir con mi palabra, aunque ahora me hallo anciano mientras escribo estas palabras  y conseguí la gloria en mi ciudad, aún echo de menos todo lo que perdí cuando los romanos atacaron mi ciudad, pero sobre todo, lo que más echo de menos a pesar de todo el sufrimiento por el que pasé en esos aciagos días, es el tacto de la arena, bajos mis pies, el aire entumecido, el tiempo ralentizado, el sudor de mis rivales y más aún, el clamor del colipseo.